lunes, junio 16, 2008

divorcios.


La hago sonar contra mi cuerpo aunque esté enteramente perdida. Corretea, me muestra sus pupilas, me ataca. Le salen mis garras desde dentro y una ambivalencia brota del hueco que dejan para girar en torno a nosotras. Pasamos a ser tres y una más –la de siempre− insinúa no tener corazón. Los dedos son cinco y se mueven al ritmo del canturreo hipócrita de la que empieza a imaginar. Nadie supo narrar su origen, pero entonces hay otra y la discontinua ya no aguanta, se vuelve un salto cuando alguien succiona su placer; después cae. No tiene mérito y se escurre en su sollozo mientras que la ladrona –que con sosiego trata de definirse− comienza a hablar con su voz. Quien cae y se escurre desaparece. Somos cuatro sin contar a la descorazonada. No quiero contar más, intento evadir la herida porque sé que la última no puede imitar los grumos de mi garganta pero el instinto aprisiona. Sospecho que fue una muerte, sí, ella la mató y ahora no sabe interpretar su rol. Tiene un don ajeno inaplicable y vamos en línea recta hacia el derrumbe. Acá ya no tenemos espacio. Enciérrenme lejos, acá ya no tenemos espacio.

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