(La noche, siempre clara, se amolda a los huesos de los unidos por larguísimos y delicados hilos olvidados. Ella está vestida, como nunca. Su piel, esta vez violeta, se cubre de la tibieza de los cuerpos que no ve. Hace tiempo aprendió él a observar y no se inhibe, es la violácea sin embargo la que se sienta cerca a esperar que pasen los trenes.)
− (Con una voz poco profunda, contemplando el juego que construyen sus pies cerca del piso sin atender a la contracción misma de su eje.) El cataclismo se origina cuando los ojos no se evaden.
− (Ansiando interrumpir algún estado, enmascarándose, deseando interceptarla.) Disculpame, ¿estabas hablando sola?
− Estoy hablando con vos, (No lo mira, no se anima a mirarlo tan en el centro de su evasión.) sin voz es que me estoy adentrando. Si vuelvo es porque no sé punzar.
− (Resignado a él.) Es como si tus palabras sangraran, siniestra. Como si tuviésemos nombre o corazón.
− (Buscando filo.) Llevame a las hamacas.
− No, allá te perdés cuando tu cuello se curva, (Sonríe con aires de soberbia para desorientarla.) lo dejás evidenciar.
− Vaciar las órbitas oculares no es perderse, de eso estoy segura. Tener un ritmo, afianzarse a la marea no es extraviarse. (Acechando su cuello.) Hoy creí que nos íbamos a descarrilar.
− Hoy nos descarrilamos, justo después de que el perro persiguiera el último tren.
(Ella, ausente de talones ya, está vencida. La noche oscurece porque la Luna engulle a los enlazados.)